“Hay seres así, no llevan dentro nada más
que
eso, la seguridad de una
no
interrogativa continuidad”.
-José
Saramago
MARÍA
ANTONIETA O SU CABEZA MORIBUNDA
de Rubis
Camacho
Bajo a gran velocidad
a partir el cuello de la reina. Diviso la nuca suave y nacarada. La divide en
el centro una hondonada casi imperceptible sombreada de vellos rubios.
Hace apenas unos segundos Verdugo soltó mis amarras. El cuello de mi soberana
descansa en el espacio semicircular de los dos travesaños.
Las semanas de
encierro en la Conciergerie la enflaquecieron. No la reconocí a la distancia,
cuando era traída en la carreta por la estrecha Rue Saint Honoré como una res
cualquiera. El viaje desde la prisión a la plaza debió durar dos horas, pero se
retrasó porque el gentío se lanzó sobre la carreta para descuartizar a la perra
austriaca, como le gritaban. Los guardias golpearon cabezas a diestra y
siniestra. La reina luchó por mantenerse serena. Se aferró a la carreta pero
perdió muchas veces el balance. Temblaba y gemía como una criatura. La
insultaron durante ocho horas. Hasta los más viejos le lanzaron toda clase de
verduras podridas.
En el lado norte de
la plaza comentan las sirvientas de Madame Richard que hoy, en la madrugada, la
reina tuvo mareos a causa de las continuas pérdidas de sangre que padece hace
años. Madame Richard ordenó que se le preparara una sopa abultada de cebollas.
Luego se la hizo llegar a la prisión, pero la soberana no admitió bocado.
Replicó que ya no había razón para cuidarse.
Poco después, el
sacerdote se presentó a escuchar la última confesión de la condenada, pero la
mujer, con las pocas fuerzas que le quedaban, lo rechazó y recriminó por sus
ideas republicanas. Procedieron, entonces, a raparle la cabeza. El sacerdote no
abandonó la celda, como hubiese sido la voluntad de la reina, porque no podía
apartar los ojos de aquella pelusa flácida y opaca que, tirada en una esquina
de la celda parecía contonearse como un cachorro umbrío. Al voltearse, la mujer
mostró un cuero cabelludo muy blanco. Tenía los ojos disminuidos. Ciertas
mujeres logran lo etéreo poco antes de la muerte. Otras permanecen osadas e
irreverentes, como la baronesa que atravesó con una lanza el pecho del
marido. La culparon y escarnecieron por la muerte del estimado barón, pero
nadie habló del motivo del crimen. Resulta que la aristocrática mujer halló al
hombre de vientre ampuloso y amplia calva, retozando en el lecho con su madre,
la de la baronesa, claro. Despedacé el cuello de esta mujer con mucha tristeza.
La madre, disfrazada de aldeana, lívida, observaba entre la multitud y
pretendía ocultar la culpa dentro del pañuelo con el que apaciguaba los
sollozos. Cuando Verdugo levantó la cabeza, como es costumbre, el pueblo vitoreó.
Entonces, Verdugo en un acto inusual de protagonismo abofeteó la cabeza. Nunca
olvidaré ese instante. Las risas de la multitud fueron ahogadas por el
parpadear de los ojos de la cabeza. Tenían lágrimas. La cabeza giró en la mano
de Verdugo, como por hechizo, hasta encontrar la mirada vidriosa de la madre.
Abrió despacio la boca para asegurar el tamaño del grito y lanzó un alarido
desgarrador. Después, en el francés más certero maldijo el nombre de la madre,
cerró los ojos y murió.
Rapada la cabeza de
la reina, el confesor rechazado sintió la necesidad de limpiar la cara tiznada
de su majestad, de lavar aquel cuerpo fétido, pero no tenía a la mano el
delicado líquido con el que acostumbraba bañarse la reina, agua de rosas de
Austria con polvos de jazmines de oriente, y no se atrevió a sugerir un baño
ligero con un trapo cualquiera. Debe ser delicioso lavar el cuerpo de una
reina, lamer los talones pulposos jamás mortificados por una espina, una
astilla o una piedra; nunca hendidos por el peso de un cubo de agua o un saco
de granos que debió ser transportado de un granero a una cocina miserable.
Estoy ya tan cerca de
su cuello. Está descalza. Las plantas de sus pies son aún tan lozanas. Casi
huelo esos dedos cortísimos apiñados como niños que sienten miedo. Tiene mugre
en las uñas, pero guardan algo de su esplendoroso rosado. Las cutículas son
perfectas. Las ratas no pudieron destrozarlas. Sí, porque comentó Verdugo, que
hace unos días, su primo, fiel sirviente de la corte, logró esconder en su
abrigo una botella de leche tibia que, poco después, puso en manos de la
soberana. Aunque la reina agradeció el favor de su sirviente con una ligerísima
inclinación de cabeza, tardó mucho en poner los labios en el borde de la
botella. Primero inspeccionó las manos del sirviente. Después le escrutó la
nariz y los dientes. El hombre sudaba de vergüenza. Entonces la mujer cerró los
ojos y, como quien ingiere veneno, apuró el primer trago. La sustancia le debió
parecer nauseabunda, porque sacudió el cuerpo de manera estrepitosa.
Baba, tos y saliva salieron a torrentes por la boca. Una gran porción de leche
cayó sobre sus pies. Las ratas acudieron enloquecidas. El terror de la reina
fue tan grande, que lanzó el tazón contra la pared, aún cuando no había probado
bocado en muchos días. Algunas ratas brincaron sobre la falda, otras se
introdujeron por el corpiño y hundieron los dientes en los pezones de
terciopelo. Unas, al parecer las más viejas y enfermas por el gris pardo del
pelaje y las llagas purulentas en los lomos, bajaron de la cabeza a los brazos
royendo con desesperación. Las más intuitivas se hundieron entre los muslos de
la reina, atraídas por el aroma avinagrado de la vagina. Mordieron sin piedad
aquellos labios huérfanos, se estrujaron contra los pliegues verticales, y
pelearon entre ellas por desbaratar la punta del clítoris que, convocado, asomo
la cabecita violácea.
No imaginó María
Antonieta llegar a vivir acto tan nauseabundo. Cayó incolora al suelo e imploró
la purificación de la muerte. Los soldados se presentaron de prisa con baldes
de agua helada para espantar la plaga. Al final, la soberana yació en el suelo
mojada y delirante, también lubricadísima, aunque esto no lo confesó ni en el
momento de mayor zozobra. Hasta hoy no volvió a pegar los ojos y se mantuvo
espantando ratas reales e imaginarias.
Ese desvelo pudo ser
un consuelo. Para un condenado a muerte el sueño es el infierno anticipado. Sé
que despiertan en mitad de la noche con las quijadas caídas y los ojos
desgarrados, turbados y malolientes como venidos de un sepulcro. Los guardias
detestan velar sus puertas por lo aterrador de los gritos. Muchas veces cuentan
a éstos las pesadillas. Dicen escuchar el sonido crujiente que produce el filo
de mi hoja al partir los ganglios que les sostienen el cuello.
Me pregunto ¿con
qué podría soñar una mujer nacida en el Palacio Imperial de Viena,
bautizada por los reyes de Portugal, educada en los aposentos del palacete de
Schöenbrunn, antes de abandonar la cabeza en el hueco del travesaño? ¿Con
la música de la mejor orquesta francesa? ¿Con los zapatos con suelas de oro y
cordones adornados con rubíes? ¿Con el collar de quinientos cuarenta diamantes
que llevó en el cuello? ¿Con los panes suavizados por la más exquisita
mantequilla azucarada? ¿Con las palabras empalagosas de los duques de Provenza,
Beseval y Artois en los jardines del Trianon? ¿Con su representación del
personaje de Rosina en El
barbero de Sevilla? ¿Con qué soñaría una guillotina la noche antes de su
muerte?
Veo el temblor de una
vena delgadísima detrás de la oreja izquierda. Se le pone más violácea mientras
me acerco. Mi soberana tiene respiración de fragua. Los dientes le tintinean.
Piensa en fragmentos y con genuino candor, que sólo cambió el tedio por el
placer, que nunca pensó que éste fuera un túnel de nieblas, que no sabe cuando
se perdió en el eco.
Ya no parece una
virgen sonrosada de catedral. No sonríe como el día que fue entregada por su
séquito austriaco al francés en aquella islita en medio del Rin, justo entre
las dos fronteras. Caminó con la frente erguida, de mano de su padrino el conde
Starhember, vestida a la francesa y con las mejillas arreboladas.
Me gustaría que mi
cuchilla estuviera más limpia y menos fría, pero anoche Verdugo no terminó su
trabajo. Me dejó montada en la aburrida pieza de plomo. Cuando la plaza estuvo
libre de maldicientes, pasó un paño seco al lunette y haló la soga hasta
elevarme como una bandera metálica. Después vació el cesto de cabezas quejosas
en unos sacos hediondos en los que transporta pescados. Los amarró fuertemente
y los almacenó junto a otros sacos de cabezas. Ni siquiera limpió el canasto
forrado de zinc en el que recoge los cuerpos vibrantes de los descabezados.
Éstos fueron llevados a una buhardilla en la Saint Honore por orden de las
autoridades. No me gustaría conducir esos carromatos. Dicen que los cuerpos se
mueven buscando sus cabezas y al no hallarlas se abrazan.
Verdugo debió
tocarme, como le ordenaron las autoridades. Me gusta estar en las manos de ese
monstruo, aun cuando siempre apestan a sangre. En esos momentos es todo
mío. Hay días en que me frota con una rudeza implacable, como si
depositara en mí todas sus amarguras. Otras veces llega cantarín y me enamora
con caricias. Pasa delicadamente el borde de sus dedos toscos por el filo de la
cuchilla convexa y oblicua. Me lava con agua de lluvia y me atrevo a decir que
hay lujuria en sus ojos de hiena. Una noche pasó sus labios entreabiertos
por mi hoja sangrienta. Enmudecí. Me puse blanda y gozosa. Me crecieron pechos
y me salió cabellera. Nos interrumpió un mendigo. Verdugo le dio una patada y
volvió a mi encuentro. Esta vez pasó el filo de mi cuchilla por su garganta,
como jugando. Lo deseé más que nunca, sentí el poderoso palpitar de su sangre y
el aliento tibio con olor a sardina. Me hubiera regodeado allí toda la
madrugada. Lo amo. ¿A quién le molesta que lo diga? Soy tan hembra y celosa
como cualquiera. Me perturba que se relama al ver a las condenadas a muerte más
jóvenes. Para quitarle la sonrisita turbia arremeto, despiadada, contra ellas.
La última vez bajaba ciega de rabia a trisar el cuello de una cortesana, hasta
que escuché los gemidos de la criatura de semanas que llevaba en el vientre. Se
movía como un pececito baboso. Grité con todas mis fuerzas a Verdugo para que
me detuviera, pero la efervescencia de la multitud sofocó mis gritos.
Ya atravieso la
cuarta vértebra cervical. La boca de la reina se amotina de saliva y de
llanto. Así la hubiera pintado el flamenco Daret, adolorida sobre un
fondo impreciso.
La reina se entrega a
lo fatal. Le digo para consolarla que es posible que Dios sea mujer. Mi
soberana parpadea ilusionada. Le insisto que a veces la iglesia miente. Le
explico que de ser así no tiene por qué temer. La llamo por su nombre y le
digo en tono de nana, María Antonieta, perdón, debo decir, su majestad, no
pierda la esperanza porque su deidad no tendrá los brazos cerrados ni el pubis
duro y frío. Intenta levantar un poco la cabeza para sonreír, pero casi le
cuelga. Me suplica que no la confunda, que tantos sacerdotes no pueden estar
equivocados. Confiesa que hace unas noches intentó consolar su alma leyendo el
libro sagrado. No pudo. Tropezó con el relato de la destrucción de Sodoma
y Gomorra. La mujer de Lot le provocó su última envidia, ver desde el interior
de un caparazón de sal el rojo amarillento de una ciudad que arde.
Ahora reza
desesperada, Dios de los
ejércitos, amé cuanto pude… Dios, guardián y vengador, probé todo lo que me
permitiste y en todo saboreé algo de tus mieles, hasta en los hombres más
opacos fulgían tus chispazos de luz…
¿Por qué no le llega
en estos momentos una carta de su madre, la gran emperatriz María Teresa de
Austria, y la consuela diciendo que todo es una pesadilla; que debe abrir los
ojos para ver las sábanas de seda purísima, que su cabeza áurea descansa sobre
almohadones de plumas, que los sirvientes vigilan sus labios sibilantes y nadie
puede hacerle daño; que las rosas de China, los nogales de América, los pinos
balsámicos de Arabia, las encinas de Italia, los cipreses de Creta, los pinos
de Córcega y los naranjos de España, crecen anárquicos en los jardines del
Trianon…
Mi acero se hunde en
la carne y saboreo una sangre dulce y viscosa. No hay una gota azul.
Ahora pide perdón por
no poder olvidar las axilas púrpuras de sus amantes. Amé más que el amor. Insiste. Despedacé el placer hasta
convertirlo en dolor. ¿No merece mi hazaña un poco de misericordia? ¿Se puede
ser feliz con miedo?
De los adentros de la
reina sube un tenue aroma a flores. Me gusta esa fragancia limpia. Escucho el aleteo
del cuerpo. La multitud delira. La cabeza cae dócil dentro del canasto. Los
ojos de María Antonieta Juana de Lorena de Austria quedan mirando los ojos de
otra cabeza, la de cualquiera. El tronco baja ondulando al cesto de zinc, como
cuando bailaba en el salón principal del palacio.
Es noche. Verdugo
eleva la cuchilla y me olvida. No ve el ojo blanco de la luna ni mi pasión
infinita. Volveré a mirar el enjambre de moscas. Vendrán los perros callejeros
a lamer con avidez la sangre oscura y apestosa dividida en pequeños charcos
sobre la plaza, como vino que no terminó de añejarse.
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