SANTA CLO VA A LA CUCHILLA
Abelardo Díaz Alfaro
*De Terrazo, colección de cuentos
El rojo de una bandera tremolando sobre una bambúa
señalaba la escuelita de Peyo Mercé. La escuelita tenía dos salones separados
por un largo tabique. En uno de esos salones enseñaba ahora un nuevo maestro:
Mister Johnny Rosas.
Desde el lamentable incidente en
que Peyo Mercé lo hizo quedar mal ante Mr. Juan Gymns, el supervisor creyó
prudente nombrar otro maestro para el barrio La Cuchilla que enseñara a Peyo
los nuevos métodos pedagógicos y llevara la luz del progreso al barrio en
sombras.
Llamó a su oficina al joven y aprovechado
maestro Johnny Rosas, recién graduado y que había pasado su temporadita en los
Estados Unidos, y solemnemente le dijo: “Oye, Johnny, te voy a mandar al barrio
La Cuchilla para que lleves lo último que aprendiste en pedagogía. Ese Peyo no
sabe ni jota de eso; está como cuarenta años atrasado en esa materia. Trata de
cambiar las costumbres y, sobre todo, debes enseñar mucho inglés, mucho
inglés.”
Y un día Peyo Mercé vio repechar
en viejo y cansino caballejo la cuesta de la escuela al nuevo maestrito. No
hubo en él resentimiento. Sintió hasta un poco de conmiseración y se dijo: “Ya
la vida le irá trazando surcos como el arado a la tierra.”
Y ordenó a unos jibaritos1 que le
quitaran los arneses al caballo y se lo echaran a pastar.
Peyo sabía que la vida aquella
iba a ser muy dura para el jovencito. En el campo se pasa mal. La comida es
pobre: arroz y habichuelas, mojo, avapenes, arencas de agua, bacalao, sopa
larga y mucha agua para rellenar. Los caminos casi intransitables, siempre
llenos de “tanques”. Hay que bañarse en la quebrada y beber agua de lluvia.
Peyo Mercé tenía que hacer sus planes a la luz oscilante de un quinqué o de un
jacho de tabonuco.
Johnny Rosas se aburría cuando
llegaba la noche. Los cerros se iban poniendo negros y fantasmales. Una que
otra lucecita prendía su guiño tenue y amarillento en la monotonía sombrosa del
paisaje. Los coquíes punzaban el corazón de la noche. Un gallo suspendía su
cantar lento y tremolante. A lo lejos un perro estiraba un aullido doliente al
florecer de las estrellas.
Y Peyo Mercé se iba a jugar
baraja y dominó a la tiendita de Tano.
Johnny Rosas le dijo un día a
Peyo: “Este barrio está muy atrasado. Tenemos que renovarlo. Urge traer cosas
nuevas. Sustituir lo tradicional, lo caduco. Recuerda las palabras de Mr.
Escalera: Abajo la tradición. Tenemos que enseñar mucho inglés y copiar las
costumbres del pueblo americano”.
Y Peyo, sin afanarse mucho, goteó
estas palabras: “Es verdad, el inglés es bueno y hace falta. Pero, ¡bendito! si
es que ni el español sabemos pronunciar bien. Y con hambre el niño se
embrutece. La zorra le dijo una vez a los caracoles: ‘Primero tienen ustedes
que aprender a andar para después correr.'”
Y Johnny no entendió lo que Peyo
quiso decirle.
El tabacal se animó un poco. Se
aproximaban las fiestas de Navidad. Ya Peyo había visto con simpatía a uno de
sus discípulos haciendo tiples y cuatros de cedro y yagrumo. Estas fiestas
traían recuerdos gratos de tiempos idos. Tiempos de la reyada, tiempos de
comparsa. Entonces el tabaco se vendía bien. Y la “arrelde” de carne de cerdo
se enviaba a los vecinos en misiva de compadrazgo. Y todavía le parecía
escuchar aquel aguinaldo:
Esta casa tiene
La puerta de acero,
Y el que vive en ella
Es un caballero.
La puerta de acero,
Y el que vive en ella
Es un caballero.
Caballero que ahora languidecía
como un morir de luna sobre los bucayos.
Y Johnny Rosas sacó a Peyo de su
ensoñación con estas palabras: “Este año hará su debut en La Cuchilla Santa
Claus. Eso de los Reyes está pasando de moda. Eso ya no se ve mucho por San
Juan. Eso pertenece al pasado. Invitaré a Mr. Rogelio Escalera para la fiesta;
eso le halagará mucho.”
Peyo se rascó la cabeza, y sin
apasionamiento respondió: “Allá tú como Juana con sus pollos. Yo como soy
jíbaro y de aquí no he salido, eso de los Reyes lo llevo en el alma. Es que
nosotros los jíbaros sabemos oler las cosas como olemos el bacalao.”
Y se dio Johnny a preparar
mediante unos proyectos el camino para la “Gala Premiere” de Santa Claus en La
Cuchilla. Johnny mostró a sus discípulos una lámina en que aparecía Santa Claus
deslizándose en un trineo tirado por unos renos. Y Peyo, que a la sazón se
había detenido en el umbral de la puerta que dividía los salones, a su vez se
imaginó otro cuadro: un jíbaro jincho y viejo montado en una yagua arrastrada
por unos cabros.
Y mister Rosas preguntó a los
jibaritos: “¿Quién es este personaje?” Y Benito, “avispao” y “maleto” como él
solo, le respondió: “Místel, ese es año viejo colorao.”
Y Johnny Rosas se admiró de la
ignorancia de aquellos muchachitos y a la vez se indignó por el descuido de
Peyo Mercé.
Llegó la noche de la Navidad. Se
invitó a los padres del barrio.
Peyo en su salón hizo una
fiestecita típica, que quedó la mar de lucida. Unos jibaritos cantaban coplas y
aguinaldos con acompañamiento de tiples y cuatros. Y para finalizar aparecían
los Reyes Magos, mientras el viejo trovador Simón versaba sobre “Ellos van y
vienen, y nosotros no.” Repartió arroz con dulce y bombones, y los muchachitos
se intercambiaron “engañitos”.
Y Peyo indicó a sus muchachos que
pasarían al salón de Mr. Johnny Rosas, que les tenía una sorpresa, y hasta
había invitado al supervisor Mr. Rogelio Escalera.
En medio del salón se veía un
arbolito artificial de Navidad. De estante a estante colgaban unos cordones
rojos. De las paredes pendían coronitas de hojas verdes y en el centro un fruto
encarnado. En letras cubiertas de nieve se podía leer: “Merry Christmas”. Todo
estaba cubierto de escarcha.
Los compadres miraban atónitos
todo aquello que no habían visto antes. Mister Rogelio Escalera se veía muy
complacido.
Unos niños subieron a la
improvisada plataforma y formaron un acróstico con el nombre de Santa Claus.
Uno relató la vida de Noel y un coro de niños entonó “Jingle Bells”, haciendo
sonar unas campanitas. Y los padres se miraban unos a otros asombrados. Mister
Rosas se ausentó un momento. Y el supervisor Rogelio Escalera habló a los padres
y niños felicitando al barrio por tan bella fiestecita y por tener un maestro
tan activo y progresista como lo era Mister Rosas.
Y Mister Escalera requirió de los
concursantes el más profundo silencio, porque pronto les iba a presentar a un
extraño y misterioso personaje. Un corito inmediatamente rompió a cantar:
Santa Claus viene ya…
¡Qué lento caminar!
Tic, tac, tic, tac.
¡Qué lento caminar!
Tic, tac, tic, tac.
Y de pronto surgió en el umbral
de la puerta la rojiblanca figura de Santa Claus con un enorme saco a cuestas,
diciendo en voz cavernosa: “Here is Santa, Merry Christmas to you all!”
Un grito de terror hizo
estremecer el salón. Unos campesinos se tiraron por las ventanas, los niños más
pequeños empezaron a llorar y se pegaban a las faldas de las comadres, que
corrían en desbandada. Todos buscaban un medio de escape. Y Mister Rosas corrió
tras ellos, para explicarles que él era quien se había vestido de tan extraña
forma; pero entonces aumentaba el griterío y se hacía más agudo el pánico. Una
vieja se persignó y dijo: “¡Conjurao sea! ¡Si es el mesmo demonio jablando en
americano!”
El supervisor hacía inútiles
esfuerzos por detener a la gente y clamaba desaforadamente: “No corran; no sean
puertorriqueños batatitas. Santa Claus es un hombre humano y bueno.”
A lo lejos se escuchaba el griterío
de la gente en desbandada. Y míster Escalera, viendo que Peyo Mercé había
permanecido indiferente y hierático, vació todo su rencor en él y le increpó a
voz en cuello: “Usted, Peyo Mercé, tiene la culpa de que en pleno siglo veinte
se den en este barrio esas salvajadas.”
Y Peyo, sin inmutarse, le
contestó: “Míster Escalera, yo no tengo la culpa de que ese santito no esté en
el santoral puertorriqueño.”
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