Abelardo Díaz Alfaro
Dedicado al cubano José Luis Massó
*Del libro de cuentos TERRAZO
Puñal negro clavado en el corazón de la tierra.
Llama verde ondulante de cañaveral. Los brazos de ébano en cruz sobre el
pecho. Fulgentes los ojos venosos de ira. El negro Domingo a la puerta de su
mediagüita fija la mirada en el penacho de nubes pardas que trenza en el azul
la enhiesta chimenea centralina. Y muele en su alma atormentada, caña amarga
de recuer dos, desesperanzas, desilusiones. Le laten las sienes y el corazón.
Un acre sabor metálico le inunda la boca. Contrae los abultados belfos y en
rictus de desprecio escupe chorreante mascaúra.
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Silba
el cañaveral en flauta de guajanas su pena añeja. Y a través del tiempo, de la
distancia, le parece escuchar la voz feble del difunto Simón: “Mi jijo, malo es
ser pobre y negro, nunca semos niños, se nos ñama negritos”. Lleva en los ojos
en asta de recuerdo angustioso la muerte del Simón sepultado bajo un mazo de
cañas que se desprendió de la grúa. Un nudo tirante como de coyunda le ahoga. Y
por vez primera en su vida mansa de buey viejo, siente el rencor crecerle en el
pecho como mala yerba. Y a él, negro impasible, resistente como el ausubo, le
entran ganas de llorar, no sabe si de tristeza o de rabia. La tensa y filosa
alambrada de la Central exótica fulge a los últimos claros del sol tramontano.
Pelos metálicos que le cruzan el pecho haciéndole sangrar turbias añoranzas:
“En primero dueño, luego colono, dispués peón. ¿Y ahora?…” La silueta ingente
de la Central se recorta contra un horizonte en llamas rojas de crepúsculo.
Su
áspero y tremolante pito sacude el silencio. El negro se estremece, vuelto a la
realidad por la vibración que corre electrizante por los crispados nervios. Y
desfilan ante sus ojos abismáticos, en sucesión tumultuosa, como las bocanadas
de humo que arremolina la chimenea en el incendio de los cielos ilímites, las escenas
dolorosas del día. La cara perruna del nuevo mayordomo le obsede. Sus palabras crueles
le gotean isócronamente, con resonancia inmisericorde el duro cráneo.
Al
romper el alba el pito de la Central, anunciando el comienzo de la zafra,
Domingo amoló su machete y se en caminó hacia el cruce de la colonia de los
Caños. Un nuevo y fachendoso mayordomo llamaba con voz estentórea a los peones
que iban a iniciar el corte:
—Rosendo
Cora, Juan Bone, Isabel Cobé... Y tras el último nombre se hizo un silencio
amargo, angustioso, infinito.
Los
compadres, sin atreverse a mirarle la cara, lentamente se fueron hundiendo en
los vellosos
graminales.
Suplicante se dirigió al embotado mayordomo:
—Dispense,
blanco, ¿pero pa este negro no hay trabajo?
—Lo
siento, pero tú está viejo para trabajar, ya no rinde promedio.
—Mire,
blanco, que tengo la mujer postrá con la malaria y un cuadro e familia que
mantenel.
—La
Central no puede regalar los salarios; necesitamos gente de empuje.
—Blanco,
deme manque sea un trabajito e pinche, que es cosa e muchachos.
—No
tengo más que discutir.
Clavó
las plateadas espuelas en los ijares del rucio, que se alejó borbotando el
cuajo por un recodo umbroso. Domingo tecleaba convulsamente la raída pava entre
los nudosos dedos de capá prieto. Apretujó con fuerza el machete que destelló
chispas al sol matinal. Se sintió caña que cercena el machete. Los pies se le
adherían pesados al rugoso camino. Las voces ululantes de los boyeros se le
pegaban
al oído más lúgubres, más remo tas que nunca. Un sudor frío le bañaba las
sienes y rodaba en diamantes hasta empaparle la azulosa camisa. Y se fue
trastabillando, bamboleándose como un ebrio, hacia el reposo de la mediagüita.
Se cruzó con el mulato Morrabal y se olvidó saludarlo. Percatándose del
descuido, le gritó con voz desfalleciente:
—Perdone,
cabo, que iba como lelo... Y sin saber cómo llegó a la casita. La Susana lo
presintió todo. Y desde el camastro don de sudaba a chorros las calenturas, con
voz temblorosa le consoló.
—No
se apure, negro, que Dios no le falta a naide.
Domingo
no contestó. La Susana estranguló entre las sucias mantas un sollozo. En la
minúscula casita ahogada entre punzantes cañaverales seguía entrando con la
noche el silencio. Ahora estaba el negro Domingo a la puerta, cerniendo sombras
y luces cárdenas de crepúsculo. El sato sentado en los cuartos traseros,
endereza la oreja y afila en la sombra un lúgubre y presagioso aullido. El
negro descuelga los brazos leñosos del pecho. Levanta el puño y se adentra en
la mediagüita mascullando:
—Perros
blancos; ¡asesinos!
…
La
noche es negra como el dolor. Los ojos insomnes sorben tinieblas. Sólo quiebra
el silencio el silbido estridente de la locomotora y el rodar monótono de los
vagones. Las horas se detienen. Los pensamientos se alargan. Los párpados se
hacen pesados. Se hunde en la sombra. Sueña: el mayordomo se transforma en un
perrazo blanco, que gruñe y le clava en las espaldas dos filosos colmillos.
Quiere gritar, pero la voz no acude. Ahora el mayordomo se agiganta, empuña una
larga garrocha y se la hunde en el pecho haciéndolo sangrar:
—Joiss,
buey negro, tú estás viejo, tú no rindes promedio.
El
negro suda, tiembla, jadea. En el infinito se sus pende un enorme mazo de cañas
que cuelga de un tentáculo de la grúa. Oscila en el espacio, Domingo lo sigue
con ojos expectantes, cruje el garfio de hierro, el mazo se precipita en el
vacío.
Una
voz estrepitosa le estremece:
—Negro,
te mata.
Se
despierta atemorizado, tembloroso, convulso. El pitorotundo de la Central
taladra el alba. El negro busca a tientas la muda de ropa. Se da cuenta que la
lleva puesta. La Susana lo observa.
—Negro,
no se vaya a dil sin el puya, que ayer no probó ni bocao.
—No
tengo ganas, mujel.
Agarra
el machete. La hoja templada y luciente vibra al roce de los dedos callosos.
—¿A
onde va, negro?
—No
sé, mujel. ¿Quién sabe?
Y
desaparece por la estrecha puerta que se abre al claror de la mañana. En el
camino se detiene indeciso: “Sí, ¿aonde va?”. Pasan unos peones.
—Buenos
días, compay Domingo.
—Buenos.
Las
voces cansinas se apagan. A lo lejos relampaguean las hojas de acero. Nunca se
había sentido tan solo. ¿Qué será de la mujer y de los negritos? Pero tal vez
míster Power, el administrador de la Central, le dé una oportunidad. Abandona
la idea. “Ese rubio no sabe lo que es la jambre de un pobre” ¿Y en dónde le van
a dar trabajo? No lo querrán por viejo, por pobre, por negro. Ésa es la paga
que recibe después de haber dejado su vida trunca en los cañaverales, para lucrar
a los blancos. Ahora le lanzan al camino como perro sarnoso. Una brisa leve
roza los flecos marchitos del cañaveral. Y le
llega
otra vez la voz sibilante del difunto Simón. El sol se alza esplendente y
rutila en los plumones sedosos de las guajanas.
Reverberan
de sol los caminos. El negro Domingo se acerca a la tiendita de Pancho. Sólo en
días de fiesta la ha frecuentado. En ella derrochan los peones, en juego y bebidas,
el exiguo jornal. A veces el hombre tiene que beber. Y siente una sed extraña. Ganas
de ahogar las malas ideas que le alucinan. Pancho se adormila en la trastienda.
—Compay,
déme un palo grande e mamplé. Pancho se restriega los ojos con el dorso de la
mano. No
puede
ocultar la sorpresa.
—Raro,
compay, verlo por aquí. ¿No fue al trabajo?
Domingo
no presta atención. Pancho sirve el blanco y quemante líquido. El vaso tiembla
en
las manos de Domingo.
—Deme
otro, compay.
Las
horas se hacen lentas y pesadas como rodar de carreta en fangoso camino. Oscilante
abandona la tiendita de Pancho. El terreno se le escapa bajo los pies. El
repiquetear de cien martillos le taladra la cabeza. Suda copiosamente. Se
acerca a la Fábrica de la Central que se yergue amenazante sobre el pueblo negro.
Escucha el trepidar monótono de las máquinas. Chillan bajo el peso de los
negruzcos vagones los paralelos rieles. Silban los escapes de vapor. El brazo
mecánico de una grúa suspende en el aire un mazo de cañas. Hierven los tachos.
Se quejan los goznes. Un vaho a caña quemada, a guarapo, impregna el
ambiente... Oleadas de sangre caliente le llegan violentas al cerebro. Los ojos
inyectados en sangre pugnan por huir de las órbitas. El quemante fermento le
estruja las entrañas. El ruido ensordecedor de la Central lo enloquece. Y por
encima de las multísonas voces, más violenta, la del fachendoso mayordomo:
“Negro, tú no sirves; tú estás viejo; tú no rin des promedio”.
La
Central cobra vida. La chimenea rasga las nubes. Le tiende un tentáculo
viscoso. Es un monstruo que quema en sus caldeadas entrañas, carne de peonaje,
sangre y sucrosa. El negro huye despavorido. Y cae sobre unos bagazales que
arroja la Central por uno de sus costados. Se levanta con tardo esfuerzo. Entre
las negras y crispadas manos estruja la amarillenta fibra de la caña. La mira
con desprecio y la tira lejos de sí clamando sollozante: “Eso soy yo, gabazo;
dispué que me sacaron el jugo me botan”. ¿Y míster Power? ¿Y la mujer y los
hijos? No. Es el mayordomo el que le puede ayudar. Míster Power es rubio y él
es negro. ¿Quién sabe si el mayordomo se apiade? Y vagamente recuerda que el
mayordomo tiene que pasar por un cruce cercano para ir a almorzar. Se siente ya
un poco mejor. ¿Quién sabe? Ingrávido, vacilante, se dirige al cruce. El sol
enciende el cañaveral. A lo lejos divisa la arrogante figura del jinete. Ya percibe
el chocar de los cascos sobre el soleado camino. Una racha violenta de sangre
le cruza los ojos. Pero el hombre debe aguantarse. La mujer y los negritos
valen más que su hombría. Le suplicará. Escucha el borbotar del cuajo. Y el
resoplar violento de los belfos sudorosos. Respetuoso se dirige al mayordomo
que lo mira con desconfianza.
—Blanco,
deme el trabajito, mire que se me va a morir la familita de jambre.
—Ya
le dije que no tenía nada que discutir. No hay remedio.
—Pero,
mire, blanco, a mí no se me pué botar asina.
—No
sea imprudente; tengo que avanzar.
—Bueno,
eso no... que yo soy educao pero...
—No
sea parejero. Suelte esa brida.
Una
oleada de sangre le subió violenta a la cabeza. Fulminó el machete. El rucio
levantó las patas delanteras y el golpe se perdió en el vacío. Rápido el
mayordomo empuña el nacarado Colt, y tres estampidos secos rasgan la paz del
cañaveral. El negro se cimbrea, da unos pasos hacia adelante y una rosa de
sangre le empurpura la azulosa camisa. Y cae en estertor agónico. La vista se
le nubla, quiere gritar, y no puede. Se desangra... La noche eterna se hace
sobre los ojos inmóviles.
El
pito de la Central quiebra con su fúnebre responso el día. Y el monstruo sigue
quemando en sus entrañas carne de peonaje, sangre y sucrosa. Y botando bagazo,
bagazo, bagazo.
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