EL FRUTO

El fruto
Abelardo Díaz Alfaro

“La tierra es como la mujer; para dar fruto hay que poseerla”.

*Del libro de cuentos TERRAZO


El arado rasga la entraña negra y pródiga. Tello el timonero azuza los bueyes:

—Ceja, Careto; joise, buey Sombra. La voz destemplada azota en chasquido el riscal bermejo. Los bueyes clavan en el toldo del cielo la media luna de astas nacaradas. Las manos callosas se fijan tenaces en los mangos secos del arado guiando en tumbos la reja por entre el ondular de zurcos.





—Ceja, Careto; joise buey Sombra.

Las bestias avanzan con sonaja de cadenas y crujir lloroso de yugo. Cae el sol luminizando los anchurosos flan cos de músculos al relieve. Rueda el sudor a la sedienta tierra de labios partidos. La roja marejada de surcos muere junto a la cicatriz cancerosa de la quebrada. Tras la quebrada el bohío entreabre somnolente el ojo oscuro en la faz amarillenta y triste. Los bueyes se detienen. La reja no avanza. La imprecación estalla violenta en los labios enardecidos de Tello:

—Joise, Careto; Joise, Sombra condenao. La baba cuelga espumosa en los labios ígneos de las bestias jadeantes. Ajo rados por el incesante cochar, distienden la ramazón fibrosa de músculos en concentrado esfuerzo. Elevan al cielo las cabezotas y muestran el blanco de cascarón del ojo pardo en súplica. De súbito, un golpe seco, metálico, se le clava en el pecho a Tello como un puñal. Decepcionado masculla:

—¡Marrayo!, se jendió la reja con una laja. ¿Qué me jago ahora? ¡Tanto trabajo pa ná!

Se seca la frente tatuada de arrugas. Impotente fija la mirada en la reja hendida por una piedra.

—Caray, la mala.

—Telloooo —y el grito desesperado de la mujer trepa cerro arriba.

—Mande, mujel.

—El nene ta malo.

—Lo trasuntaba; ¡suerte perra!

Suelta los mangos del arado que se abren en imploración al vacío. Y dando traspiés por los surcos recién abiertos, desciende. Cruza la quebrada, y por el hilo rojo del trillo llega al bohío. De espaldas al camastro, la tostada cabellera en desorden e inclinada sobre el Fele, jimotea inconsolable la Juana.

—Juana, ¿qué tiene?

—Tello —y la palabra se anuda en llanto.

Tello, el corazón trepidante, se acerca al camastro. La faz blanca, los ojos acuosos entornados, las manos en la hinchada barriguita, el Fele se queja.

—La anemia, Tello; la anemia.

—La jambre, mujel, la jambre. Dios se olvía e nojotros.

—Tello —increpa la Juana temerosa. —¡Mira que nos pué castiga!

—¿Má de lo que nos ha castigao?

—Tello, por la Virgen, no blasfeme. Con eso no se jace na.

Llévelo al dotol del pueblo pa que lo medecine.

—Pa lo mesmo, pa lo mesmo e siempre; pal aguaje. Pal pobre no hay atendencia.

Da la espalda al camastro y camina hacia la ventanita laminada en azul. Por la cara terrosa le ruedan dos sucios lagrimones. Lanza la mirada por encima del rancho, por encima de las colinas, hacia el infinito. Un poco más calmado balbucea torpemente:

—Dispen se, Juana, ñamaré al compay Juancho pa que me ayúe a car garlo pal pueblo en la jamaca. ¿Qué se va a jacel?…

Ese atardecer Tello y el compadre cruzan la quebrada llevando en una amarillenta hamaquita al Fele. Y por el caminito de los bucayos se alejan pesarosos hacia el pueblo. La Juana desde la ventanita los mira perderse y el alma se le barrunta de presagios. Y cuando se borran en un recodo, prorrumpe en llanto histérico.

—Lo mesmo que el otro, lo mesmo que el difuntito. Fele, mijijo.

En las espinas del mayal se desangran los bucayos.


La semilla asomó a flor de tierra. La sequía marchitó los débiles brotes recién trasplantados. Y Tello tuvo que luchar con el gusano, con la changa, contra el sol, contra el viento, contra el destino. Sólo el hábito le ata al surco, a la tala, a la vida. Las hojas en floración se tienden al hechizo azulado como manos venosas en súplica de lluvia. Tello recoge las hojas “en pinta”. En los ojos cansinos lleva perennemente una hamaquita y un velorio. Y piensa: “La tierra es buena como la mujer, pero el fruto cuesta mucho trabajo cuidarlo y dispués se pierde como el hijo. ¡Si al menos estuviera el Fele vivo! La refaisón va a ser mala. Se perderá todo. Sólo me queda la mujel, la pobre mujel, que es toda suspiros desde que murió el Fele”. El sol quema las hojas del tabacal dándoles un lustre de verdor metálico.

—Tello —y la voz vigorosa se cuela estremecida por entre las hojas de la tala.

—Mande.

Desciende lentamente. Cruza la quebrada. Y por el hilo rojo del trillo se hunde en el bohío.

—Tello, tómese ese cafeíto, pa que se anime.

—Sí, ta bien.
—Tello —y la Juana titubea.

—¡Qué, mujel! Diga.

—Le tengo una sorpresa...

Se le queda mirando un largo rato. En el rostro exangüe de la mujer apunta una leve sonrisa. Desde la muerte del Fele no la había visto sonreír.

—Tello —y la Juana inclina la cabeza ruborosa.

—Me parece que estoy...

—¿Qué estás qué?…

—Encinta.

Tello agranda los ojos en terror. Un brillo extraño le incendia la muerta pupila.

—Tello, ¿qué tiene? —y la sonrisa se petrifica en los labios incoloros y algo confusa musita:

—Creía que se diba a alegrar, que otro hijo nos diba a ayuar a olvidar al que perdimos.

—No mujel, no —y cruza vacilante el estrecho cuartucho.

Se asoma a la ventanita tendida al tabacal.

—No mu jel, no; pa que le pase lo mesmo que al otro. Pa que dispués e criarlo se nos muera. Pa que la pase al igual que al tabaco que dispués de florecío se pierde. No, Juana. La Juana transida de angustia inclina la cabeza. Tello se aleja desconsolado de la ventanita. Irrumpe violento:

—Me diré a bebel, a ajumarme como los otros. Esos que no ofenden la tierra ni por pienso, y viven más de sempeñaos.

—Tello, por Dios —suplica la Juana.

—Déjeme —y se tira resuelto al trillo. La Juana lo mira alejarse, cruzar la quebrada y esfumarse en el verde gualda del paisaje.

Las palabras le caen lastimosas de los labios amargos.

—Pobre Tello, ha penao tanto. Las jembras semos más fuertes que los hombres pal dolor.


Duerme el tabacal. El cerro, el rancho, el bohío, se funden en una sola sombra espesa. Muge tediosamente una va ca por el cercado. Un perro gruñe con impertinencia en el batey. Resbala siseante entre las lajas limosas el chorro de la quebrada. Tambaleándose llegó Tello al bohío. Se deja caer pesadamente en un ture. La cabeza congestionada hundida en el combado pecho. Colgantes las manos, las piernas extendidas y rígidas. La respiración cargada y maloliente. La Juana se ha rendido al sueño tras larga y dolorosa espera. El viento de la quebrada hace crujir los flojos tabiques. En la repisa un quinqué ahumado prende en la estancia en sombras ángulos de luz amarillenta. En el fondo del mísero cuartucho un crucifijo tiende sus brazos negros y torcidos. Despierta lentamente del sopor. Trabajosamente alza los párpados hinchados. Posa la vista empañada en la mujer. En el cerebro turbio de licor las ideas giran, se agrandan, se vuelven grávidas. “¿Pa qué tener retollos, pa qué tener críos? Para que se los coman los gusanos”. Bajo las sucias y manchosas telas baratas ve crecer, desfigurarse el vientre de la mujer. “Asena mesmo jiende la semilla la tierra”. Los surcos de la cara se le ahondan. En los ojos sanguinolentos se vislumbra un brillo frío, lunático, siniestro. Le abandonan las fuerzas. Tiene la impresión de que todo le acecha. Afuera sigue el perro gruñendo su espanto. El treno monocorde de los sapos electriza la noche de sonidos trémulos. Le baila ante los ojos la luz flotante del quinqué. Se ve hundir en un hondo abismo. La llama se empequeñece y lanza destellos débiles como estrella lejana. Instintivamente se agarra con fuerza a los bordes toscos del ture. Y luego el sopor, la inconsciencia, la calma.

Una idea sola queda chisporroteando tenuamente en el cráneo en las sombras. “Sí, acabar con to de un viaje, de un tajo”. La idea se hace más luminosa. “¿Para qué esperar y luchar?”. Se levanta con dificultad. Desclava maquinalmente el perrillo hundido en los tabiques. Le tiembla todo el cuerpo como viento de tormenta en las guabas. Avanza decidido. “Otro hijo pa que se pierda; y si se logra, que tenga que llevar la vida de perro que e llevao”.

Y alza el perrillo que fulge y corta las sombras apretadas. Se le paralizan las manos, le corre un sudor copioso por el cuerpo. Se le doblan las rodillas. Siente ganas de gritar, de llorar, pero la voz se ahoga. La mirada estrábica se ha clavado en el crucifijo, que tiende sus brazos negros y torcidos abiertos al perdón. Y cae de hinojos. Y el llanto acude desbordante, sonoro, como el rodar del chorro en el cauce limoso de piedras. Y las palabras a borbotones, temblorosas, estremecen los tabiques: “La mujer es buena como la tierra y el fruto es de Dios”.


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